Este fin de semana ha sido increíble.
No iba a pasar; en un principio, Mariajo iba a venir a Barcelona, pero una semana antes surgió algo y tuvo que cancelar su viaje. Yo, tiempo antes, había sentido la sensación de que algo me arrastraba a este viaje, pero había decidido priorizar a mi amiga. Sin embargo - y sin desprestigiar mi decisión inicial -, en cuanto lo supe, lo primero que pensé fue en unirme al viaje.
A veces en la vida hay cosas que te arrastran. O más bien, que te llevan. Mi mente, quizá romantizándolo un poco, las imagina como una "campanilla", una luciérnaga brillante flotando frente a ti y a la que tú no ves, pero que hace que veas un camino iluminado frente a ti y que vayas ilusionado hacia él. De hecho, si no hubiera existido esa campanilla, muy probablemente no me hubiese atrevido a hacer este viaje...
No me detendré más que un segundo a preguntarme qué es exactamente esa campanilla; quizá sea una intuición, una energía, un "y si...?" o un camino que hemos de andar, quizá el destino, quizá una pasión, quizá no sea más que una buena decisión en el sentido más objetivo. En cualquier caso, no importa.
La cuestión es que, cuando hicimos el primer taller de cerámica con Daniel Caselles, - fruto también de una decisión meditada pero que yo sentía arriesgada por lo económico - ; y lo disfruté tanto, y en la comida Verónica nos invitó, como invita ella, un poco al aire, a ir a conocer su pueblo en la feria de la cerámica, algo en mi cuerpo que yo no reconocía sintió la necesidad de decir que sí, que yo me unía. Nunca me imaginé que ese segundo en el que todo empezó pudiera convertirse en lo que ha sido, pero no es hasta que ha pasado que entiendo que lo que me empujó a apuntarme sin pensar quizá era más grande que yo, era un propósito de vida, o un plan que el mundo tenía preparado para mi.
Al principio, la fidelidad hizo que escogiera recibir la visita de mi amiga, en lugar de hacer el viaje que tanto me apetecía. Y no quiero malinterpretarlo en otro momento; seguramente volvería a priorizar a mi amiga, pero el mundo tenía otros planes.
Cuando ella me avisó de que no podría venir, aún dudé de irme al viaje. Dudé una vez por lo económico, y volví a dudar, el mismo día del comienzo del viaje, a minutos de salir de casa, porque tendría que tomar una decisión importante y difícil para mí este fin de semana. Había hecho la última entrevista de un proceso de selección el miércoles, había sido una semana intensa emocional y laboralmente, no tenía nada claro cómo tomaría la decisión y el viernes me habían hecho una oferta que yo no esperaba con tanta precipitación. Fruto de la duda, negocié las condiciones, las mejoraron, me pidieron llamarles, y yo sentí agobio y presión, ganas de decir que no, que me dejaran en paz. Finalmente llamé, me dieron nueva información, y me quedaba tomar una decisión, como tarde, el lunes.
Por mi cabeza pasó la opción de cancelar el viaje, decirles que no iría, que había surgido algo, y aunque con muchas más dudas que nunca, porque tampoco sabía con qué personas me iba a encontrar, una parte normativa de mí decía: no vas a cancelar ahora. Y otra parte de mí decía: lo estás haciendo por ti, porque te gusta la cerámica, ¿quién eres si dejas de hacer esto por tomar una decisión frente a una oferta de trabajo?. Suponía que la distancia me haría relativizar las cosas, y suponía que me sentaría bien.
Lo que no sabía era cuánta información habría allí concentrada, tan importante para tomar mi decisión y aclarar mis prioridades, cuánto me reencontraría conmigo, cuánto me divertiría y lo bien que me sentiría tras tomar la decisión.
Este finde he aprendido que ya tengo un buen colchón económico, comparable a lo que tiene una persona de 35 años que está planteando comprarse una casa en el campo de aquí a 2 años. He aprendido que no necesito un casoplón domotizado, moderno e increíble; que una finca vacía, la ilusión de levantar una casa, tener bien a tus seres queridos y seguir tu corazón son suficiente para ser feliz. He aprendido que vivo muy amarrada al dinero, al miedo económico, a la visión de un coche y una casa, al temor de tener que asumir costes inabarcables; que voy a ciegas fijándome un ahorro mensual con un objetivo a larguísimo plazo que es innecesario, que una hipoteca será inevitable y asumible. Que pienso demasiado a futuro y corro hacia él como si no hubiese un mañana, y en realidad, estoy huyendo de algo. Que siendo inflexible y normativa en el ahorro, aunque también sea práctico, no se me hará más fácil ni aprenderé a tomar decisiones difíciles y sacrificadas, adaptables, cuando se de un momento de dificultad de verdad. Que tendré que sacrificar cosas en la vida pero las decisiones saldrán naturales y el sacrificio tendrá sentido, que hay personas que tienen una tranquilidad laboral y saben que quieren vivir en el campo y son capaces de mudarse al lugar que toque para poder encontrar una casa en el campo asumible y porque priorizan estar en familia. Que de esa manera es como se construye el hogar, y no evaluando lo bien que me hace sentir cada ciudad para escoger definitivamente una. He aprendido de varias personas, y he aprendido que sus historias tampoco son mi historia, pero que cualquier decisión estará bien, porque yo ya he hecho sentirse orgullosos a esos padres que aparecen conmigo en la foto que hoy ha pasado mi hermana, y porque ellos me agarran al dar yo un paso y confían en mí. Que ahora me toca vivir a mí, por mí y para mí, descubriendo lo que yo quiero, lo que a mí me remueve, lo que a mí me ilusiona, descubriendo poco a poco dónde o cómo quiero vivir, y comprándome los jarrones que a mí me apetezca porque me dicen algo y punto. He recordado que mis mejores decisiones han sido sencillas y se han sentido como que eran para mí, y que las tomé sin miedo, convencida. Y ahora reconozco que he vivido acongojada, acojonada. Y ahora he sentido que verdaderamente he sido capaz de soltar. De aceptar no llevar el control. De dejarme sorprender. Y que la vida es increíble así.