Cuando aprendes a adaptarte con facilidad a los cambios, es fácil no dejarte acostumbrarte a nada.
Te ahorras la nostalgia.
No dejarte ponerte cómoda, no llevar el pijama, no permitirte sentirlo un hogar.
Por eso yo me acostumbro, lo hago mío:
me encariño con el espacio, los muebles, los olores, las luces y los sucesos.
Dejo que sea una pequeña o una gran parte de lo que es un hogar para mí, y el espacio me devuelve el sentido de pertenencia.
Y cuando todo cambia,
pues claro que cambia,
me adapto al cambio, pero llena de nostalgia;
queriendo casi abrazar cada objeto o cada pared, mirarlo por última vez antes de empezar a sólo recordarlo,
como si tuviera alma.
Y a veces me acuerdo de la ventana, del ventanal o del balcón,
y me acordaré de la terraza,
y otras veces me acuerdo del edificio gris y los molinillos de colores, o de los tejados de las casitas bajas del barrio pobre,
y me acordaré del patio bocabajo de la luz nublada...
y sentiré nostalgia
y pertenencia.