Hay misterios en el subconsciente que, ni pensando ni con suerte, quien más se conoce desmiente.
A veces me cuesta dormir. Puedo tardar horas en conciliar el sueño. Así que a veces me invento trucos para adelantarlo, trucos de lo más cotidiano, más efectivos para mí y menos exigentes con el pensamiento que contar ovejas. A veces cierro los ojos y dejo que por mi imaginación vuelen palabras e imágenes cualquiera, libremente, rápido y sin ningún sentido, hasta que se van formando frases e historias y todo se convierte en sueños que nunca recuerdo por las mañanas. Otras veces parpadeo lento, mantengo los ojos cerrados una fracción de segundo y al abrirlos obligo a mis párpados a elevarse un poquito menos cada vez, hasta que van ganando peso y me duermo. También intento relajar mi respiración, aunque eso me hace ser consciente de su ritmo y me desvela.
Pero a veces a pesar de todo esto me cuesta dormirme, y entonces recurro a algo que hacía cuando era pequeña: inventarme historias.
Hace poco que recordé que esta era una de mis mayores costumbres. Me vino el recuerdo porque un día, de repente, me encontré reinventando una historia. Mis historias suelen parecerse más a sueños visuales, a series o a novelas en las que me imagino como protagonista y a través de las cuáles, inconscientemente hasta ahora mismo, intento explorar mis sentimientos. En ellas suele ocurrir algo que considero malo: me dan una mala noticia, discuto con alguien... Aunque mis antiguas historias eran mucho, mucho peores.
Me sorprendo preguntándome, después de tanto tiempo, qué me empuja a imaginar estas cosas. Algunas, situaciones racionalmente macabras -aunque en imágenes no llegaran a serlo-, en las que quizá daba a mi personaje los sentimientos que tan sólo se suponía que debía tener. Otras, conversaciones repetidas en las que evalúo cómo interactúa mi imaginado personaje mientras él se mueve, libre. Y en unas pocas, muy pocas, tanto ella como yo nos atascamos intentando entender qué sentimos y qué deberíamos decir. Creo que el único sentimiento claro que obtengo de estas últimas es el miedo a que ocurran...
Pero también hay otra cosa. Hay un gusto en esta exploración. Hay un placer extraño en someter a un personaje propio a una situación violenta, macabra o temida, incluso en permitir que sufra... Eso es lo que más me intriga. ¿Qué hacía que yo de pequeña no fuese capaz de frenar una sóla de mis feas historias? ¿Qué me enganchaba a ellas? Quizá el gusto por la inventiva, por saber cómo haría evolucionar la historia de modo que al final nunca fuese tan mala. O quizá por la protección que te da el sentir que eres las manos de ese circo de títeres, que tienes la situación controlada en todo momento porque eres tú quien la crea. ¿Quién sabe...?
Sea lo que sea, una cosa tengo clara.
Mi receta es infalible para ahuyentar a los monstruos.