¡Hola, mundo de creadores! Quisiera hablar con el ingeniero de mí.
Pienso que quien me ideó no lo hizo mal, francamente. No se olvidó de ningún sentido, no cometió fallos al montarme ni perdió las piezas más pequeñas, supo dotarme de un brillo alegre en los ojos y una sonrisa, y como firma añadió un lunar. No creo que fuese el mejor creador del mundo, ni mucho menos que fuera obediente: los cánones de belleza se los tomó un poco de su mano. No me esculpió con porcelana, no encontró esmeraldas para mis iris ni pudo permitirse el oro para mi cabello, pero pudo darme un toque personal, supo concederme la magia de pinocho y consiguió que saliese sincera. Me puso una cabeza bastante amueblada y una conciencia endiabladamente parlanchina, y me hinchó con sentimientos como si de un globo me tratase: "un poquito de empatía por aquí, algo de celos por allá, ahora una pizca de amor... ¡No, eso es demasiado, podría explotar!..., y un poquito de tristeza, para compensar". Desde luego, he de estarle agradecida.
Pero yo venía a plantearle cierta duda que me ha surgido. Usted coloca sus figuras en función de las dotes que les haya dado, pude verlo allá, en una de sus estanterías: un corrillo de figuritas juguetonas allí, una fila de figuritas serias y firmes a su izquierda, y en la balda de abajo un guirigáy de figuritas alegres... Pero existe un caracter común para todas ellas, ¿no es así? ¿Acaso no todas aman sus pequeñas agrupaciones, acaso no las perciben como un hogar?
Verá, señor ingeniero de mí, yo no puedo observarme a mi misma y por tanto no puedo saber si pertenezco a alguna de esas agrupaciones. Sólo sé que junto a mí no hay figuritas similares y que a veces me apetece volar. ¿Dónde me colocó usted, señor? ¿Cuál es mi lugar entonces?
Hay personas que sólo encajan plenamente en sí mismas.