Hoy me dirijo al viento que se ha ido, porque no encuentro nadie cerca a quien pueda dirigirme.
A mi alrededor hoy sólo veo mares de plata y silencio que me envuelven en un tibio y denso calor agobiante, que me paralizan los músculos y me debilitan cuando pronuncio el mísero eco de un suspiro. Miles de burbujas brillan y flotan dirigiéndose, suspendidas y exponiendo sus policromáticas formas redondeadas, hacia la superficie de Dios sabe dónde, porque allí arriba parece no haber nada más que el interior del enorme sombrero de copa (lleno de los agujeros por donde entran tanto la luz como las liebres y las palomas blancas) que lleva un misterioso mago llamado Universo; en el hipotético caso de que exista realmente algo.
La poderosa lujuria, vestida de hilos de oro y túnicas de seda y rubí, se apodera de mi mente, a la que le ataca de repente una nueva oleada, pero ésta vez de llanto escondido e incontrolado, llanto indefenso, manso y sincero, un llanto lejano a cualquier encanto. De nuevo esa montaña rusa que viaja por todo mi circuito sanguíneo, de nuevo las mismas tómbolas, los mismos tongos, el mismo exacto lugar del que no recuerdo cómo logré salir. Me recuerda a una resaca sin motivo, un cansancio inexpresivo; la inversión de mil gotas de lluvia cayendo sobre el invierno, matándole y reviviéndome a mí con él.
Y que le den si no vuelve, en tal caso iré a buscarle yo a él.