Estoy sola. Estoy sola, y escribo.
Escribo.
Y lo hago por no gritar.
Podría hacerlo. Podría aullar, soltar en una exhalación muda, ensordecedora, el mundo que me ahoga por dentro de pies a cabeza, permitirme dejar mis aires de niña buena para transformar mi apariencia, por tan sólo un liberador instante, en la de un gigante enfurecido. Podría hacerlo.
Todo eso.
Ha cambiado.
Ahora todo está más vacío. El cielo llora con ganas, debe llevar mucho tiempo observando este increíble incendio y ahora; al verme volver, explota de rabia, enojado conmigo. Me ha echado de menos, pero en sus gigantescos pómulos negros leo su incomprensión ante mi repentina huida y mi fresca, sinvergüenza e inesperada vuelta. Está tan ciego de rabia que presiento que trata de ahogarme, de empaparme el pelo desde la raíz a las puntas y dejarme morir así, aquí mismo, en una ciudad fantasma ya inexistente, habiendo sido ahorcada por mis propias marañas entre mechones castaños. Recito una plegaria en mi mente, deseosa de consolarle. Créeme. Nunca quise hacerlo. Ni siquiera recuerdo por qué me fui... Quizá lo hice porque pensé que pondrías el tiempo a salvo. Que lograrías mantener por siempre el control de los relojes de la ciudad que ahora invita a imaginar las llamas que la sucumbieron. Y entonces decido que es mejor que me calle, porque la lluvia choca cada vez con más fuerza contra mi cabeza, como infinitos proyectiles sobre una diana. Una diana colocada en medio de ninguna parte... Porque aquí hay algo que no encaja. Faltan cosas. Ya no sobra nada, porque no queda nada que pueda sobrar. Eso es.
No queda nada.
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Sólo veo, intactos, yaciendo en el centro de estas ruinas, en el ojo de todos estos edificios destartalados, mugrientos y abandonados: una guitarra, una mariposa, y un gato de ojos azules con una hermosa sonrisa que recuerda al gato de Cheshire. Y se me pasa una idea tonta por la cabeza, ojalá fuese una actriz con el papel de Alicia en el país de las pesadillas, y todo esto no fuera más que un decorado que pretende asustarme, una trampa que me atrapa entre fachadas ennegrecidas, árboles desgarrados y escombros por todas partes. No hay nada más.
Ya no queda más vida...
Sin quererlo, recuerdo algo. Un lugar. Un esbozo, un boceto inanimado estrangulado por una neblina azul bañada ligeramente en los despuntes del alba. Lucho en silencio por mantener la boca bien cerrada, pero la corriente es más fuerte: se cuela entre las fisuras de mis labios y se interna por los túneles que cada par de mis blancos dientes perfectamente alineados descubren; recorre mi lengua provocando una escalofriante corriente eléctrica que viaja acelerada por mi espalda; sopla más fuerte al llegar a la campanilla, haciendo que emita involuntariamente un suspiro largo y pesado, y me asfixia en la garganta, encabezando una ola de ansiedad que se propaga por el resto de mi cuerpo y me obliga, sin querer, a moverme. No me doy cuenta de ello hasta que me pierdo en algún cruce que pudo ser una plaza, y continúo vagando por la básica estructura ósea, descarnada e irreconocible de la ciudad. Por un momento estoy segura de que, si el terreno agrícola de los alrededores hubiese cambiado apenas un poco, dudaría, a pesar de las indicaciones de los caminos, de que este tétrico parque de atracciones fuesen los restos de donde viví y crecí hace, relativamente hablando, tan poco tiempo. Resulta increíble pensar que toda esta película de casetas con vigas y columnas formase parte del cuerpo completo de la urbe. Simplemente, antes ni siquiera habría parado a plantearme lo que habría tras las hermosas fachadas de piedra romana o cemento.
-¡Oh, mi querida...! ¡Cómo has cambiado! No te reconozco. -Grito, sin problema ninguno, al viento gris. De todos modos, aquí ya no parece quedar nadie que pueda oírme.
O eso pensaba.
Y ahí está. Hace su interminable aparición desde una esquina de la calle situada enfrente mío. La niebla que le rodeaba, ocultándome su visión, ahora se acumula a su espalda y le abre un camino hacia mí con la forma irregular de su figura. Me mira, y por un instante leo en su expresión una sombra negra de resentimiento agudo, un rencor que aún no ha olvidado. Y de repente, como si hubiese sido una simple ilusión, todo eso desaparece, y yo me quedo quieta, detenida en seco por el impacto de una pared transparente que acaba de caer, haciendo un sonido dulce, emotivo y musical. Y por fin, después de correr aquí y allá continuamente durante varios años, me siento libre. Porque sus labios acaban de recordar cómo se pronuncia mi nombre.
Sonrío, de forma superlativamente sincera.
He de admitir que me equivoqué, que hay más vida aquí que la de las cenizas voladoras que me hacen cosquillas en la nariz al respirar. Ahora él está también, devuelto a la vida en la que se siente. Está, está... Está aquí, pegado a mí. Respirando. Mirándome con sus ojos marrones desde algún punto por encima de mi cabeza. Durante este breve momento, no quiero pensar, ni juzgar, ni interpretar. Quiero aferrarme a esto poco que aún me queda. Agarrar con fuerza su sudadera y apoyarme en su pecho, dormir acurrucada en ese pequeño hueco y despertar de este mal sueño a su lado, mientras me acaricia la cara y recorre con sus dedos mi pelo. Confiarle a puerta cerrada que le he echado de menos.
Y mi razón vuelve, y piensa que ya basta. No más conferencias. No más credulidades.
Siento que hasta que este martilleo continuo en el tímpano no acabe no lograré hablar. Quizá ni respirar. No sólo porque no sé qué decir, sino porque la niebla se ha apelmazado entre nosotros y me ahoga. Toso con dificultad, me tapo la boca.
Y así, repentinamente, se inclina y me besa la frente.
Es simple, conciso, breve. Pero lo esconde todo, todas las lágrimas que derrama mi pelo, todas las que sus oscuras ondas balancean hasta dejarlas caer en alguna parte al azar de sus características facciones. Todos los segundos contados desde el principio de todo esto.
Y no es una pesadilla. Aunque tampoco un sueño.
Es un saliente secreto, un escondite. Una almohada que me invita a caer, a descansar para mañana comprender mejor. Y dejo que mi cabeza repose en ella, formando un ángulo perfecto. Y, lentamente, me dejo llevar por un manto oscuro lleno de estrellas, un techo color caoba que brilla en la oscuridad de la heladora noche de verano que nos envuelve; mientras me canta melodiosamente miles de canciones interpretadas por colibríes, petirrojos y pajarillos comunes.
Y le miro despacio, y me permito hundirme, abatida, en la profundidad de sus pupilas. Una profundidad ocupada, pulcra, limpia. Como si acabasen de llenarse de agua tras esperar, huecas, algo que no llegaba.
Pero acaba de llegar.
Olvido todo mi alrededor por un segundo eterno. Mi ciudad devastada desaparece entre la niebla, que a lo lejos parece retorcerla y doblarla, y meterla en la lámpara de un genio que no volverá a despertar.
Y ahora sé que aquí concluye mi búsqueda.